LA NOVELA DE LA DICTADURA EN CHILE
The novel of the dictatorship's period in Chile
Mario Lulo C. *
Pontificia Universidad Católica de Chile * Facultad de Letras, Departamento de Literatura Av. Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago (Chile) mlillo@uc.cl
The novel of the dictatorship's period in Chile
Mario Lulo C. *
Pontificia Universidad Católica de Chile * Facultad de Letras, Departamento de Literatura Av. Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago (Chile) mlillo@uc.cl
Resumen
Para un sector de la crítica y de la academia chilena, la gran novela de la Dictadura es una asignatura pendiente. En este artículo se problematiza este tema mediante la formulación de una hipótesis según la cual una serie de novelas aparecidas en Chile entre 1977 y 2006 cumplen con la función de narrar -desde su fragmentariedad- las causas y consecuencias del 11 de septiembre de 1973. Así, busca plantear las bases epistemológicas e históricas que posibiliten llevar a cabo una investigación de mayor alcance acerca del problema del papel de la novela durante y después de la Dictadura.
Palabras clave: Novela chilena, dictadura, memoria, posmodernidad.
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Prácticamente desde los inicios del período que siguió al gobierno militar, es decir, a partir de 1990, en algunos círculos académicos y críticos se ha sostenido que el relato exhaustivo y/o convincente de los acontecimientos desarrollados a partir del golpe de Estado de 1973 permanece pendiente, a la fecha. Así lo afirman, por citar dos ejemplos, escritores como Fernando Jerez: "...todavía no se ha escrito la gran obra sobre la dictadura" (2002:109) o investigadores como Horst Nitschack: "el público literario está aún esperando en vano la gran novela histórico-social sobre los acontecimientos políticos a partir de 1971 -es decir, sobre el gobierno de la Unidad Popular, el golpe militar y el gobierno militar seguidos por la época de la transición a partir de 1989-" (2002:149). Cuando se ha leído o escuchado esta afirmación más de un par de veces, el interesado en la narrativa chilena contemporánea no puede sino preguntarse si tal aseveración corresponde a los hechos, al desarrollo que ha experimentado la novela chilena post 1973. Nos proponemos abordar las afirmaciones precedentes, planteando una hipótesis que las refutan y entregar algunos elementos de juicio iniciales que permitirán analizar -en un futuro trabajo- un corpus de novelas de los últimos treinta y cuatro años a partir de 1973: diecisiete años comprendidos durante el régimen militar que gobernó el país; y diecisiete años del período que algunos identifican como la transición, otros como la postdictadura, otros como de recuperación democrática, en tanto un sector sostiene -como lo habría expresado Clausewitz mutatis mutandi- que la etapa post 1990 no es sino la continuación de la dictadura con otros medios. A la luz de la lectura de las novelas chilenas escritas en Chile durante 1973-2006, nos proponemos someter a verificación una hipótesis que podemos formular a partir de los siguientes elementos: el desarrollo de la literatura, en particular, y del arte y la cultura, en general, han tornado compleja la idea de concebir al género de la novela en términos semejantes a la noción vigente durante la década de 1960 y comienzos de los 70, es decir, como aquel producto de la práctica creadora acumulada durante siglo y medio que llevó a escritores como Mario Vargas Llosa a definir la novela como: "...múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos. Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluralidad que lo real, es, como la realidad, objetividad, y subjetividad, acto y sueño, razón y maravilla. En esto consiste el "realismo total", la suplantación de Dios" (1984:31). Recordemos que la máxima aspiración de algunos de los escritores emblemáticos de la nueva narrativa hispanoamericana de la década del 60 era la creación y/o recreación de la realidad latinoamericana mediante lo que ellos -especialmente el ya citado Vargas Llosa- denominaron novela total, cuya "misión" era dar cuenta exhaustiva de la enorme complejidad social, política, racial, cultural, etc., del subcontinente. Novelas como La región más transparente, Cien años de soledad, Conversación en La Catedral, Bomarzo o, posteriormente, La guerra delfín de mundo estaban destinadas a reunir y resumir la múltiple y variopinta realidad latinoamericana encapsulada en un texto centrípeto y centrífugo a la vez. Centrípeto, por su capacidad de convocar las realidades narradas; centrífugo, por los signos que emitía en todas direcciones abarcando los mundos que procuraba encarnar: la sociedad, el arte, la política, las razas, las diversas culturas coexistentes, la religión, los diferentes tiempos históricos, la ciencia, el mito, etc. Todo ello enmarcado por una atmósfera y por un propósito capitalmente serio, ya que el espíritu de aquellos tiempos demandaba una versión propia de la sartreana littérature engagée con el hombre, con su historia y con los cambios sociales y políticos, aun cuando en la práctica fue rigurosamente intransitiva y no panfletaria. Pero, además, se requería un escritor sacerdote y aguafiestas, un crítico atento y perspicaz de las lacras de la sociedad para llevar a cabo dicho compromiso. Acaso la afirmación de escritores e investigadores con que iniciamos estas reflexiones no devele sino una suerte de nostalgia por aquella época que algunos consideran como la Edad de Oro de la novelística hispanoamericana; o bien, sea la expresión de una clase de inercia literaria que no toma en consideración los desarrollos culturales de la llamada posmodernidad que anunció hace ya algún tiempo la caída de los grandes relatos. En nuestro caso, la novela total, proteica y omniabarcante del demiurgo o suplantador de Dios, al estilo de Vargas Llosa, sería el gran relato de la modernidad literaria hispanoamericana. Este desarrollo permite sostener que el tono mayor de la novela del "boom" ha adquirido otras resonancias; que se abandona la pretensión de explicar el mundo presentado y se opta por olvidar o matizar las alegorías nacionales y por parodiar o prescindir de los grandes mitos para representar la historia de nuestro continente o de nuestros países, como lo habían hecho Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Carlos Fuentes y los otros escritores del "boom" narrativo de los años sesenta (Trevizán, 2000:133).
En oposición, entonces, a la aseveración de quienes lamentan la ausencia de un texto que narre desde una visión total las circunstancias personales y sociales del último cuarto de siglo chileno, sostenemos que el relato de los acontecimientos posteriores a 1973 se ha verificado no en una gran novela total sino a través de múltiples novelas que -en el espíritu de la posmodernidad- dan cuenta de temas, sujetos, espacios, tiempos o destinos de modo parcial, fragmentario, atomizado, desperfilado. Se trataría de novelas cuya concepción y factura traducen una actitud de rechazo a todo tipo de ideología absolutista en lo filosófico, político o literario que, en cierta forma, estaba representada justamente por la novela total de los 60. En consecuencia, la presunta deuda histórica que lastraría a la narrativa post 1973 se habría ido saldando con muchas de las novelas publicadas en los últimos 34 años, dado que ellas abordan elíptica o directamente, por acción u omisión, con voz estridente, sibilina, insinuante, susurrante, meliflua, impostada, vacilante, iracunda, autoritaria, ronca, contenida o incluso afásica -valga el oxímoron- lo sucedido en el período o sus consecuencias. Todo ello, supuesto el caso que se acepte imponer al género la misión de dar cuenta de manera inmediata, sincrónica de la historia contemporánea sin otorgarle la oportunidad para adoptar una perspectiva enriquecida por el transcurso del tiempo. Si se trata de expresar literariamente el drama vivido, ignorado, conocido o intuido por los miembros de la comunidad nacional durante los años del gobierno militar, entonces no se puede desconocer el hecho de que la realidad no opera necesariamente sobre cada manifestación del arte siguiendo un criterio que podemos llamar -con Hayden White- mecanicista, reductivo, en el sentido de que a cada causa identificada por el agente respectivo, en este caso la narrativa, se le impone per se una consecuencia (1992:27) es decir, que el drama individual y/o colectivo experimentado durante los diecisiete años que comienzan en 1973 requeriría como un imperativo insoslayable una narrativa que lo fijase en la memoria y le otorgase una identidad o, por lo menos, un contorno en el cual se pudiere reconocer la comunidad como punto de partida o de llegada para restañar y hacer cicatrizar las heridas abiertas en la conciencia -y no sólo en la conciencia- de la nación. Del mismo modo, como se ha sostenido para relativizar o refutar la validez de la cronología establecida por Cedomil Goic para la fijación de "generaciones literarias" -que los escritores tienen la mala ocurrencia de nacer en cualquier año- la literatura, la narrativa post 1973 en nuestro caso, a la cual se suele asignar la misión de constituirse en archivo-denuncia de las lacras generadas por el gobierno militar, tiene la malhadada ocurrencia de relatar lo que se le viene en gana, sin seguir modas u obedecer a imperativos categóricos como el deber social, la tarea histórica o la responsabilidad ética. Desde una perspectiva ético-filosófica se puede sostener que, si durante más de tres lustros se luchó desde las más diversas trincheras reales o virtuales por la recuperación de una libertad ausente en la mayoría de los ámbitos del quehacer ciudadano -excepto en lo económico ligado al consumo- la lectura de las novelas del período indica que la actitud natural, espontánea de los escritores de la antigua o nueva "generación" no respondió sino a aquella demanda por libertad creativa -como componente del concepto total- que había formado parte de las reivindicaciones y aspiraciones de los agentes culturales. Por ello, en la interpelación por una narrativa que recupere, en términos más o menos absolutos, la memoria de la Dictadura se encuentra larvada una suerte de censura o una prescripción voluntarista que atenta contra la idea y la práctica de la libertad creativa. El dinamismo de la aventura humana, el carácter proteico que conlleva la actividad cultural que en el fin del siglo parece haberse tornado impaciente, para usar la expresión de José Joaquín Brünner (1988) responden a tiempos eminentemente modernos o posmodernos -si se quiere- de tal modo que la nostalgia por cosmovisiones, alguna vez consideradas inamovibles, ha visto reducido su espacio de juego en el escenario de un tiempo que se reduce aceleradamente.
CONTEXTO DE PRODUCCIÓN
Con el propósito de situar el problema de la novela y la Dictadura en un contexto adecuado -y refiriéndonos, en particular, a la segunda etapa post 1973- recordemos que la década del 90 en Chile está marcada por el suceso político de retorno al régimen democrático con todas las implicancias culturales que conlleva. La comunidad nacional vivió en ese momento un período de conmoción moderada y atemperada por la novedad ante el terreno en barbecho que se ofrecía en los distintos órdenes de la cultura. En el ámbito específicamente literario, el clima de agitación -ralentizado por "la medida de lo posible" y contenido "por razones de Estado"- se concentra y hace manifiesto en la intensa actividad editorial de esos años, si bien este fenómeno se había iniciado a fines de los 80. La narrativa, en especial, parece vivir un retorno a una suerte de polifonía y un avance hacia la pluridiscursividad posmoderna, no obstante que los signos de la época apuntan, de preferencia, hacia la escritura de temáticas que, como sosteníamos antes, debieran ajustar cuentas con el tiempo transcurrido y con las experiencias traumáticas vividas, de acuerdo con las expectativas que se habían formado a lo largo del régimen político anterior. A pesar de ello, la narrativa de la década del 90 está, más bien, caracterizada por la fragmentación de la escritura, por la atomización de la historia como relato épico mpetites histories; por la disgregación de temas, intereses, claves, lenguajes, modos narrativos; por un discurso literario sin pretensiones de aportar sistemáticamente -y desde su especificidad- a la construcción de una identidad nacional que, una vez más, hay que repensar y reformular, y por el descentramiento y la consecuente crítica al logocentrismo. Mediante relatos orientados de preferencia hacia el presente o el futuro, un sector importante de la narrativa de la época documenta el ascenso de la individualidad en el escenario de la vida cotidiana, no obstante la certidumbre voluntarista acumulada durante los 17 años del régimen militar de que el retorno de la democracia significaría una recuperación milagrosa e instantánea de la conciencia histórica de la nación y de que esa recuperación se expresaría en el ámbito literario mediante un ejercicio aplicado y sostenido de la escritura como arqueología de la memoria y como estadio inicial de la catarsis colectiva puesta entre paréntesis durante más de tres lustros. Pero la realidad no respondió a estas expectativas. No al menos en el caso de escritores como Gonzalo Contreras, Carlos Franz, Arturo Fontaine, Alberto Fuguet, Sergio Gómez o Jaime Collyer, por poner algunos ejemplos de narradores destacados del período. Los estudios, encuentros, seminarios de trabajo y otras instancias de discusión literaria e intelectual hicieron evidente una serie de rasgos que no respondían en plenitud a las expectativas ni a los pronósticos formulados a fines de los años 80 para la década siguiente. Así,
45 por ejemplo, en 1997, Jorge Marcelo Vargas constata la frustración de las esperanzas en el marco de un Seminario sobre la Nueva Narrativa Chilena organizado por el suplemento "Literatura y Libros" del diario La Época cuando se refiere particularmente a la Generación del 2002 contemporánea de la del 87. Alberto Fuguet (Tinta roja, 1996) Andrea Maturana (El daño, 1997) y Andrea Costamagna (Ciudadano en retiro, 1998) (75-81). En Chile, el cambio de régimen político en 1973 tuvo como consecuencia inmediata el reemplazo de la calle y del agora por el living de la casa y el televisor como escenarios forzados del intercambio eventual de bienes culturales simbólicos. De manera similar, muchos escritores de la Generación del 72, al menos aquellos que permanecieron en el país después del Golpe de 1973, también vivieron un proceso de repliegue hacia lo privado, en concordancia con las circunstancias objetivas en el ámbito político y cultural, y con la sensibilidad en hibernación de una comunidad que, a su vez, tampoco se observaba en condiciones de, o muy proclive a, llevar a cabo gestas de carácter colectivo. La tendencia progresiva hacia la atomización de la sociedad en su conjunto fue consistente con un proceso similar en los relatos, los cuales en ese momento se transforman en microrrelatos, suscitándose, así, una gran dispersión temática verificable no sólo entre los distintos narradores sino, incluso, dentro de la producción de los escritores considerados de manera individual.
De acuerdo con Rodrigo Cánovas (1997) el discurso público de las nuevas generaciones de narradores se puede resumir -en términos cronológicos- en dos corrientes principales: una primera tendencia ligada a la cultura política caracterizada por la exclusión social, por el espíritu de grupo disidente respecto de la política y la cultura oficiales y por la impronta ideológico-cultural del quehacer literario. Esta tendencia habría estado vigente desde 1975 hasta finales de la década del 80 aproximadamente. Una segunda tendencia -ya instalada en la década del 90- se encontraría cercana a la cultura del mercado y estaría caracterizada por una mayor integración social de sus miembros quienes, por añadidura, revelan un espíritu individualista y conciben su actividad de escritores como un quehacer profesional (Cfr. 1997:23). Estas dos últimas subgeneraciones actúan después de la Dictadura y son producto de ella en su manera de abordar la realidad que les tocó vivir. Se trataría de una "generación" domesticada por el miedo, por la abulia, por el dolor, por la represión cultural y corporal experimentada de preferencia -en otros- de lo cual son testigos. Estas dos tendencias son, en cierta manera, coincidentes con las que detecta Donald Shaw respecto de la literatura hispanoamericana transnacional (1996:264).
Al retorno de José Donoso desde su autoexilio en España, a comienzos de los 80, se debe en gran parte un cambio en la escritura de la época, dado que la primera imagen generacional post 1973 había centrado su interés en el género cuento y no reconocía (o no disponía de) un maestro, pero el Taller del novelista significó un giro hacia relatos de mayor aliento -la novela- y, además, la política editorial optó por un pragmatismo según el cual el público lector tendría más receptividad por este último género, dado el contexto cultural posmoderno que marcaba una clara tendencia hacia voces individuales, no colectivas como las que se hicieron oír en antologías como Contando el cuento (1986) o Andar con cuentos (1992). Además, el giro fue también en cierto sentido ideológico, al transitar la narrativa desde una escritura ligada a actitudes o posiciones en mayor o menor medida disidentes respecto de lo que estaba aconteciendo en la realidad nacional, hacia una preocupación de carácter metaliterario. Así, la autorreflexividad de la novela, en especial respecto del proceso creador, ocupó un lugar preponderante en el quehacer de los escritores de entonces. A aquellos escritores de fines de los 80 que están en una etapa de escritura o reescritura de algunas de las novelas que los harían conocidos poco después, Marco Antonio de la Parra los identifica simplemente como "...una generación de novelistas..." (1989:1).
NOVELA Y POSMODERNIDAD
Un aspecto de la postmodernidad que interesa destacar en el contexto que abordamos tiene relación con una idea que emergió en la segunda mitad del siglo XX, la cual aún forma parte del imaginario colectivo y que ha sido simplificada por los medios de comunicación. Se trata del fin de la historia, de la caída de los grandes relatos. Según Nicolás Rosa
De los sucesivos ocasos que la postmodernidad nombra, y nombra varios, el ocaso de un tiempo histórico prefigura un paso imaginario entre un tiempo fuerte -una historia dura, la del historicismo y aun la del materialismo histórico- a un tiempo tenue, una historia débil: se aflojan los lazos de la determinación y se los sustituye por los de la indeterminación, y de la certeza de la causa pasamos a la incertidumbre de lo incondicionado (1997:73).1
La afirmación de Rosa encuentra también eco en Rosa María Ravera, quien plantea, equivalentemente, la abolición de la historia en una época marcada por la proliferación de la imagen y de lo icónico, de la simultaneidad hecha posible por la cultura de la pantalla, cultura en la cual "...el sujeto disociado, libre de su problemática interioridad, capitaliza lo inmediato y agota su experiencia en el instante" (1997:124).
En el momento de analizar las novelas del período que nos ocupa -y desde la hipótesis que planteamos- confrontamos esta narrativa con algunos de los aspectos de la sensibilidad postmoderna, delineada fugazmente. El análisis pormenorizado de las novelas (1973-2006) desde la taxonomía que propondremos a modo de hipótesis metodológica puede, por añadidura, resultar iluminador en cuanto a fijar pertenencias, exclusiones o gradaciones respecto de las demandas que plantea la sociedad al género en su (supuesto) papel de historia privada de la Nación. Es necesario considerar, además, que el concepto de posmodernidad alude, en primera instancia, al ámbito temporal, puesto que intenta establecer una marca determinada en la cronología respecto del estado de la cultura y, por ello, su inclusión en nuestros supuestos teóricos es coherente con la necesidad de sentar una plataforma-marco desde la cual se pueda examinar, por ejemplo, el problema del sentido de posibilidad y de realidad, como lo entiende Robert Musil (1986:19-20) en la novelística del período, al poder establecer su carácter transitivo o intransitivo respecto al acontecer político y, en esencia, humano del momento. Por ahora, escapa a los fines inmediatos arribar a una conclusión que permita determinar si las novelas de este lapso se sitúan en el paradigma moderno o postmoderno de acuerdo con tales o cuales carácterrísticas. Uno de nuestros objetivos, a dilucidar, como punto de llegada fundamental, es en qué medida el Zeitgeist -sea este la condición moderna o la posmoderna- es un componente que explica el tratamiento discursivo-ficcional del fenómeno histórico, político, social -pero, ante todo humano- llamado Dictadura que evidencia la narrativa que se analiza. En este contexto, resulta pertinente lo que afirma Cristina Garrigós: "El arte postmodernista necesita del diálogo con el pasado porque es precisamente la conciencia del pasado la que garantiza su continuidad" (John Barth, 2002:14).
NOVELA E HISTORIA
Una vía de entrada al problema del tratamiento del presente histórico reciente en la novela de 1973-2006 consiste en averiguar de qué manera el individuo confronta el fenómeno de la historia, entendida como uno de los depósitos institucionalizados para el acopio de las experiencias del pasado. La manera como el hombre se relaciona con la historia es materia sobre la cual ya reflexionó Friedrich Nietzsche (Consideraciones intempestivas, 1967) quien distingue tres maneras de entender la historia: la monumental, la anticuaría y la crítica. Estas maneras pueden iluminar el análisis de la novelística del período, pues -a la luz de lo anterior- un aspecto que interesa esclarecer en la narrativa de la época es el modo como se configura el relato en su sentido histórico-memorialístico. Desde una perspectiva global, la narrativa de los 90 pone de manifiesto la presencia de numerosas huellas que permiten afirmar que ella se encuentra a bastante distancia respecto de la misión voluntaria de tomar a su cargo el pasado cercano de manera anticuaría o monumentalista. Una lectura preliminar de estas señales lleva a la conclusión de que no habría mucho que inventariar, celebrar o conmemorar respecto de un período de gran densidad histórica que, supuestamente, sería reivindicado, también, en el plano narrativo. Por el contrario, esas huellas permiten detectar una carencia de sentido histórico en los protagonistas y narradores de esta novelística, la cual, por cierto, traduce la cosmovisión del autor empírico. De lo anterior se podría inferir la existencia de un sujeto carente de historia y -en este marco- la escritura en general, la de la novela chilena finisecular específicamente, ya no constituiría un quehacer arqueológico que recupera y codifica los monumentos, documentos o huellas del pasado (Cfr. Ricoeur, 1996:804 y ss.) sino que se transformaría en una especie de mero ejercicio solipsista, según el cual sólo es posible conocer, más aún, sólo tiene existencia ontológica aquello que se encuentra en la esfera de lo inmediato. Una contribución a este ámbito de discusión es lo expresado por Michel Foucault, quien -al examinar el problema del texto como eventual documento, monumento o depósito de la historia- afirma: "El documento no es el instrumento afortunado de una historia que fuese en sí misma y con pleno derecho "memoria"; la historia es cierta manera, para una sociedad, de dar estatuto y elaboración a una masa de documentos de la que no se separa" (1997:10). Ricoeur enfatiza que "En nuestros días, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos (...) la historia tiende a la arqueología, a la descripción intrínseca del monumento" (1997:11). Entonces, es pertinente interrogarse acerca de la justificación que puede esgrimir la memoria como depósito, almacén, archivo o cualquier metáfora que utilicemos cuando se trata de reconstruir discursivamente el drama histórico de la década y media de Dictadura. Pero, si la memoria no encuentra tal justificación, entonces, tal vez, la realidad de la narrativa del período revela una especie de conspiración tácita y colectiva que Pedro Milos traduciría de la siguiente manera: "Se ha querido dar vuelta pronto la página, como si la historia pudiese escribirse a punta de páginas inconclusas, relatos a medio terminar y cuentas sin saldar. No nos hemos dado el tiempo ni el coraje de la memoria. El olvido nos acecha. Nos hace creer que hemos cambiado, que ya no somos los mismos. Que podemos mirar hacia delante, sin mirarnos hacia adentro" (2000:59).2 Este "acecho del olvido" y "la orfandad" como mecanismo voluntario o involuntario de ajuste de cuentas con la memoria de la historia reciente provocan en el sujeto contemporáneo una profunda sensación de fragilidad respecto del pasado, especialmente cuando aquel constata que se puede prescindir de esta dimensión del tiempo.3
Finalmente, en el intento por llegar a verificar la hipótesis central acerca de la viabilidad de una novela omniabarcante de la Dictadura y pesquisar la pérdida del sentido histórico en el individuo contemporáneo como posible origen último del fenómeno, puede resultar útil focalizar la indagación hacia aspectos socio-históricos del problema y preguntarse, por ejemplo, por las razones de esta renuncia al pasado que podríamos atribuir a la novelística del período circunscrito. En este ámbito, Alfredo Jocelyn-Holt sustenta una hipótesis de carácter general. Según él, "...cada vez cobra más terreno entre nosotros una fuerza psicológica colectiva que nos es muy propia y que va más allá. De hecho, nos induce lisa y llanamente a renegar del pasado. En efecto, en Chile impera cada vez más un deseo de escaparse del pasado. El pasado nos produce vergüenza y hasta espanto" (2000:22). Para expresar el fenómeno en los términos ya delineados, la época contemporánea se ha tornado en el habitat de un individuo que renuncia al sentido histórico como consecuencia de una herencia indeseada, inoperante y desprovista de contenido y, en este contexto, es apropiado interrogarse en qué medida a la presunta renuncia al sentido histórico subyace una concepción de la identidad que mira ya sin nostalgia y más bien con horror hacia el pasado.4
HACIA UNA TEMATIZACIÓN DE LA NOVELA CHILENA 1973-2006
En suma, para la verificación de nuestra hipótesis se hace necesario establecer una serie de ejes temáticos que servirán a modo de hipótesis parciales que operarán como punto de partida. Hemos dividido los ejes siguiendo un criterio de carácter cronológico según lo indicado anteriormente, criterio que se refleja en un Durante y un Después de la Dictadura, y para cada proposición temática indicamos entre paréntesis uno o dos ejemplos de novelas que consideramos representativas. Sin pretender exhaustividad en la taxonomía, de la lectura de las novelas del período 1973-1989 se puede deducir la presencia de lo que denominaremos el discurso de la nostalgia en Jorge Edwards (Los convidados de piedra, 1978); José Donoso (El jardín de al lado, 1981); el discurso del desencanto en Marco Antonio de la Parra (El deseo de toda ciudadana, 1984); Jaime Collyer (El infiltrado, 1989); el discurso de redención y reivindicación en Antonio Ostornol (Los recodos del silencio, 1982); José Donoso (La desesperanza, 1986); el discurso de la caída y del duelo del sujeto en Diamela Eltit (Lumpérica, 1983); el discurso de la memoria alegórica o elíptica en José Donoso (Casa de campo, 1978); Ana María del Río (Óxido de Carmen, 1986); entre otros. Para el período 1990-2006 postulamos la emergencia de una discursividad más compleja que, sin duda, transcribe las vicisitudes de un momento cultural y político menos circunscrito que el experimentado en los 17 años anteriores. El marco dentro del cual operó la novela hasta ese momento estaba dado por las configuraciones y cosmovisiones bipolares que se desprendían del conflicto dictadura /democracia; (auto)censura/libertad creativa, etc., pero el advenimiento del régimen democrático morigerado por los resguardos y las cortapisas institucionales generados por la Carta de 1980 y por la realpolitik del momento, ampliaron las posibilidades y las necesidades de la novela, en el sentido de que ésta no se encuentra frente a las disyuntivas mutuamente excluyentes que le planteaba la realidad previa a 1990. Por ello, la lectura de la novelística posterior al cambio de régimen político evidencia un proceso de complejización en las voces enunciantes y en las temáticas, es decir, se produce aquello que denomináramos la pluridiscursividad de la novela post 1990. Así, en este período no sólo detectamos la persistencia de ciertas voces y temáticas características del pasado inmediato, como el discurso de la nostalgia o de la caída, sino además la aparición de otras que -como sosteníamos recién- dan cuenta del cruce histórico en el cual convergen el antiguo y el nuevo régimen político, social y cultural, cuya colisión da lugar a una zona intermedia, difusa, indeterminada, a un verdadero espacio del happening conformado por sujetos, voces y temas que se superponen, relevan y confunden en la brevedad de los primeros cinco o siete años del período democrático. En este nuevo período, algunas voces todavía enuncian un discurso básico de la nostalgia como es el caso de Radomiro Spotorno (La patrulla de Stalingrado, 1994) y de Darío Oses (El viaducto, 1994) pero otras, además, practican un ejercicio más sistemático de indagación de la utopía y del paraíso perdido, ejercicio apoyado en un tipo de discurso y de personajes consistentes con dicha indagación, como son los casos de Roberto Ampuero {¿Quién mató a Cristian Kustermann?, 1993) y de Ramón Díaz Eterovic (Ángeles y solitarios, 1995). Otras voces elaboran el discurso del trauma y de la pérdida a partir de una situación de descentramiento espacial o temporal, como sucede en Leandro Urbina (Cobro revertido, 1992), en Carlos Cerda (Morir en Berlín, 1993) o Mauricio Electorat (La burla del tiempo, 2004). En otras novelas parece reencarnarse lo que José Promis denomina el acoso en una versión radical sustentada por el horror, según ocurre en Diamela Eltit (Los vigilantes, 1994); Carlos Cerda (Una casa vacía, 1996). Asimismo, la novela social-documental encuentra una nueva expresión a través del discurso del sujeto desafectado de la contingencia como en Alberto Fuguet (Mala onda, 1991) o del sujeto seudoalegórico, escindido entre la historia pública y la privada, entre la grande y la petite histoire que ilustra Arturo Fontaine (Oír su voz, 1992). Por otra parte, aquello que Cánovas denomina novela de la orfandad adopta versiones tan disímiles como la de Gonzalo Contreras (El nadador, 1995) y la de Guillermo Rodríguez (Hacia el final de la partida, 2006), novelas en las cuales el sujeto expósito habla desde la más absoluta elipsis del tiempo contemporáneo o, bien, desde una militancia ya sin sustento plausible en una sociedad marcada, entre otros factores, por aquello que Tomás Moulian en Chile actual, anatomía de un mito denominó, palabras más, palabras menos, el disciplinamiento crediticio (1997). En un tema similar, pero en distintos registros, se percibe un discurso de la carencia y de la indagación emitido desde una situación de exposición generada por la ausencia de los referentes parentales. Se trata de hijas que preguntan por la familia como institución, por el padre, por la nación, intentando salvar las censuras edípicas. Es el caso de Andrea Maturana (El daño, 1997); Andrea Costamagna (Ciudadano en retiro, 1998); Andrea Jeftanovic (Escenario de guerra, 2000) y Nona Fernández (Mapocho, 2002). Cabe, además, registrar la presencia de voces que, desde una estética del simulacro, enuncian un discurso de la carencia y del vacío existenciales en la posmodernidad nacional, según se aprecia en Darío Oses (Los rockeros celestes, 1992). En fin, los años transcurridos desde 1990 parecen haber dado mayor espesor y consistencia a aquellas voces de la novela chilena que patentizan desde la cercanía afectiva (en un sentido mayoritariamente dramático) y aluden al período de la Dictadura. Así, en el último tiempo han emergido voces de la que podemos denominar postransición, que se aproximan de alguna manera a aquel subgénero de la novela que hemos reconocido como total. Por ello, nuestra investigación fija su límite cronológico en dos novelas recientes que, en una lectura preliminar, pudieran refutar o bien relativizar la hipótesis central: se trata de El desierto (2005) de Carlos Franz y Las manos al fuego (2006) de José Gai. En ellas no hay ejercicios de paráfrasis, intención alegórica ni elipsis culposa o farandulera de la memoria histórica, sino que abordan los años de régimen militar de manera frontal y desde perspectivas narrativas y temáticas que sugieren, a primera vista, un nuevo paradigma, una nueva etapa respecto de la novela de la Dictadura. Desde un punto de vista metodológico, proponemos que estos ejes contienen, en sí, nociones de alcance más general que es preciso descomponer para los efectos de un análisis de carácter inductivo, tales como el discurso del trauma, de la crisis existencial o institucional, de la caída o de la historia, implicando éstas, a su vez, nociones más acotadas y analíticamente más operacionales como la de sujeto, de memoria, de voz enunciadora. Una vez examinadas y recompuestas estas nociones en un proceso de síntesis, se podrá constatar la presencia parcial o total de un nuevo modelo derivado del corpus examinado, y se podrá eventualmente utilizar dicho modelo para su aplicación deductiva a otro corpus de novelas, permitiendo con ello la validación o refutación del modelo resultante de esta investigación.
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Revista Alpha
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